CUENTOS

EL TESORO DE VILLA MARÍA

       Un papel doblado cayó al suelo al extraer Juan un libro del viejo y desordenado armario, aquella mañana en la que el cielo amaneció tan negro como sus pensamientos. Llevaba varias semanas inmerso en elucubraciones negativas y bloqueado al no encontrar solución alguna a aquella situación que le estaba desbordando.
       Decidió realizar alguna actividad manual que le permitiese, por unas horas, apartar su cabeza de aquel asunto y se dispuso a ordenar el armario que nadie se atrevía a abrir por la cantidad de trastos que acumulaba. Una fuerte y racheada lluvia golpeaba los cristales de las ventanas y ráfagas de viento, sobre los árboles, producían un silbido estrepitoso más propio de un huracán.
       Tomó el papel y al desdoblarlo vio que se trataba de un croquis con una leyenda en cabecera: “Tesoro de Villa María”. Contenía dibujos con notas escritas sobre ellos: Pozo, Aljibe, Pino Grande. Desde cada uno partían líneas convergentes con anotaciones que parecían indicar distancias en metros. El punto donde convergían estaba marcado con una cruz y junto a ella la palabra “Tesoro”.

       El libro era una edición del año 1864 de la novela histórica de Florentino Luis Parreño: “El Héroe y el Cesar”. Procedía de la biblioteca que su abuelo tenía en la finca denominada “Villa María” de su propiedad, que fue vendida tras su muerte en 1955. Hasta ese momento Juan había pasado allí todos los veranos de su niñez y guardaba unos recuerdos entrañables. No pudo identificar la letra de aquel documento ni imaginar su posible autor.

       La finca se encontraba a unos cincuenta kilómetros de su actual domicilio y siempre que viajaba a Madrid en coche veía la vieja casa rural frente a cual se distinguían el pozo, el aljibe y junto a este la pinada, donde destacaba un enorme piñonero. Desde lejos, aparentemente, todo se mantenía tal como lo recordaba.

       Sintió una gran curiosidad por saber que se escondería en aquel lugar señalado en el plano y a pesar del mal tiempo tomó una pala y un pico del jardín y los introdujo en el maletero. Tras abrigarse bien cogió un impermeable, una cinta métrica, subió al coche y partió emocionado.

       Durante el trayecto evocó la figura de su abuelo. Alto, enjuto, algo encorvado y a pesar de que en aquellos años tendría la edad que él tenia ahora, la imagen que recordaba era la de una persona muy envejecida. La lluvia arreciaba y el limpiaparabrisas resultaba incapaz de mantener la visibilidad. No era el mejor día para embarcarse en esa aventura, pero no pudo frenar el impulso de continuar.

       Le vino a la memoria la tarde que cogido de su mano, una mano áspera y firme, lo condujo hasta un nogal para enseñarle un nido con pájaros recién salidos del huevo.

       Se iba acercando a la finca pero no encontraba la forma de acceder. La construcción de la autopista había modificado totalmente la antigua entrada desde la carretera. Tuvo que tomar una vía de servicio paralelo a la principal hasta que localizó el sendero original.

       Pudo ver la casa al fondo y avanzó con el coche lentamente por aquel camino embarrado. Se oyeron ladridos de perros y fue en ese momento cuando se percató de la locura que pretendía hacer: Introducirse en una propiedad ajena, sin permiso alguno, excavar un agujero y llevarse un tesoro o lo que hubiese enterrado allí.

       Al ladrido de los perros un hombre salio de la casa y se dirigió hacia él. Aunque la lluvia había amainado bastante llevaba un gran paraguas en la mano. Se bajó del coche y tras saludarle le contó claramente lo que quería.

       Era el guardián de la finca y dijo no tener autoridad para tomar una decisión al respecto. Los dueños vivían fuera, en la capital, y solo ellos podrían autorizar lo que pretendía. Ningún argumento lo hizo cambiar de opinión pero al final le facilitó el número de teléfono de los propietarios.

       Tomó el teléfono móvil y en su presencia los llamó. Resultaron ser los mismos que compraron la finca a su familia y todavía lo recordaban. Con gran amabilidad dieron su autorización y riendo acordaron repartirse el tesoro si tenia algún valor económico. Antes de colgar pasó el móvil al guardián al que ordenaron facilitar toda la ayuda necesaria.

       A partir de ese momento se pusieron ambos a localizar el lugar señalado en el plano. Tomaron la cinta métrica y trazaron las distancias desde las referencias marcadas. Justo en el punto de intersección se encontraba incrustada en el terreno una gran piedra plana. Con los picos trataron de arrancarla y tras varios intentos consiguieron desplazarla. Debajo no había nada.

       Pensando que hubieran cometido algún error verificaron nuevamente las medidas y corroboraron que el punto era el señalado. Decidieron excavar más en la zona que había dejado libre la piedra y enseguida dieron con una caja metálica envuelta en un trozo de tela aislante. La caja se encontraba en perfectas condiciones y al abrirla vieron que no contenía nada en su interior.

       Tras dejar el terreno lo más parecido a como se encontraba antes de la excavación, llamó a los dueños para informarle de lo encontrado, les dio las gracias y se despidió del empleado de la finca. Cargó las herramientas en el coche y ya se disponía a partir cuando aquél le indicó por señas que bajara la ventanilla. Le entregó la caja metálica que había olvidaba recoger.

       Una vez en su domicilio y tras observarla mejor le pareció ver una tenue inscripción en su interior. Limpió con una gamuza la suciedad acumulada, la acercó a la luz y pudo leer con claridad: “Toma mi mano. Siempre estaré contigo”

Joaquín López Hernández

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