RELATOS

VIAJE A GUADALEST

        El viajero se acomodó en su asiento y al instante partió el autobús. El cielo ofrecía la esperanza de un día soleado aunque fresco. Momentos antes había intercambiado con otros excursionistas, en la acera, saludos y comentarios sobre algunas noticias de primera página de aquel nueve de febrero del año dos mil seis. Había asientos suficientes y todos ocuparon los delanteros excepto la primera fila. Se dirigían al Valle de Guadalest con objeto de visitar parajes descritos en textos literarios, contemplarlos mientras se leía lo que sobre ellos habían escrito autores reconocidos.

       Aún no habían dejado la ciudad cuando el conductor paró el autobús en un semáforo, abrió las puertas, subió un hombre y se sentó en uno de los asientos libres delanteros. Este, de unos cincuentas años, mediana estatura, complexión delgada, rostro afeitado, moreno y de amplia frente , cabellos lisos peinados hacia atrás, un mechón resbalando hacia un lado de la frente, ojos algo tristes, nariz fina y ligeramente torcida, saludó, dio los buenas días y dijo llamarse Gabriel.

       Tras alguna vacilación el viajero cambió de asiento y se sentó junto al recién llegado. Sentía una gran curiosidad por su aspecto y sobre todo por lo inesperado de su aparición. Casi de inmediato inició una conversación. Descubrió a una persona abierta, comunicativa, con gran dominio del lenguaje y sobre todo con ganas de hablar de si mismo.

       Gabriel le contó que “había nacido en Alicante en la casa familiar de la calle Castaños un 28 de julio. Después de una breve estancia en otro domicilio, se trasladaron a la calle Foglietti, en el barrio de Benalúa. Su padre, Ingeniero de Caminos, había nacido en Alcoy, y su madre en Orihuela. Dos años antes había nacido su único hermano, Juan. Estudió como alumno interno en el colegio de Santo Domingo en Orihuela, junto a su hermano. Tras finalizar sus estudios de Bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media de Alicante comenzó Derecho en las Universidades de Valencia y Granada, donde obtuvo su licenciatura. Casó con Clemencia Maignon, hija del Cónsul de Francia en Alicante y de su matrimonio nacieron sus hijas Olympia y Clemencia”.

       Se acercaban a Benidorm y el viajero, entretenido con la conversación, no había observado el paisaje que quedaba atrás. Rayos de sol, reflejados en el mar, destellaban sobre casas, árboles, montes, cielo, resaltando los blancos, verdes, marrones y azules en una explosión de color y de luz. Dominaba el mar y lo demás existía por el.

       Gabriel continuó su relato. “En una época contaba en Barcelona con la amistad y el apoyo de escritores como Joan Maragall, que le facilitó el colaborar en la prensa catalana así que, con intención de mejorar sus situación económica, se trasladó a vivir a dicha ciudad. Después, por razones de trabajo, se instalo con su familia en Madrid, en la calle Rodríguez de San Pedro, siendo su último domicilio en la capital el madrileño Paseo del Prado. Durante ese tiempo, debió afrontar circunstancias muy dolorosas como la enfermedad de su hija Clemencia que motivó el que pasaran las vacaciones, durante varios veranos, en Polop de la Marina y en la sierra Aitana”. Hoy volvía después de muchos años a visitar ambos lugares.

       Al divisar Benidorm, Gabriel dio un salto en el asiento. Trató de disimularlo pero no pudo. Una lágrima se deslizó por su mejilla. El viajero observó su cara y supuso que lloraba por algún recuerdo triste relacionado con la ciudad. Pronto salió del error al escuchar de su boca un relato bellísimo de cómo era ésta cuando la descubrió por primera vez. Una pequeña aldea, blanca, recogida sobre si misma, silenciosa, construida sobre rocas impregnadas de sabores salados, receptora de un sol abrasador aunque calmado por el frescor de la brisa dominante, último reducto de un valle agreste que suaviza su encuentro con el mar, con el que coquetea. Y ahora esto.

       El autobús circulaba indiferente a la rabia contenida que Gabriel iba sintiendo al constatar los desastres producidos así que cuando miraron al exterior estaban ya llegando a Polop. Pararon antes al otro lado del valle a observar, desde un mirador privilegiado, el contorno que ofrecía el pueblo. Casas blancas perfiladas contra el monte y en lo alto un cementerio destacando sobre el cielo. Bancales escalonados subiendo a las cumbres por las laderas, los más accesibles sembrados de verduras, los menos con naranjos y limoneros plenos de frutos y grupos de almendros todavía sin flores. Verbena de color esperando el estallido blanco de estas.

       Llegaron al pueblo y el viajero observó que habían estacionado en una calle denominada “Carrer Gabriel Miró”. ¡Gabriel como su compañero de viaje! Desde allí se veían carteles indicando direcciones: a Callosa, a Benimantell, a la Font de los Xorres. El grupo se dirigió a esta última bajando por calles estrechas y retorcidas. Junto a las fuentes existe una casa antigua, tejado a dos aguas, pórtico frontal orientado al sol naciente, paredes blancas, puertas y ventanas contoneadas de piedra y un pequeño jardín lateral al sur. Gabriel y el viajero iban caminando juntos y al ver la casa aquel comentó que en ella había pasado varios veranos con su familia y le describió con nitidez fotográfica, una a una, habitaciones, salas, cocinas y hasta cámbras.

       Subieron al cementerio por el camino de las cruces. Gabriel iba abriéndose al grupo de tal forma que todos lo escuchaban. Hicieron corro a su alrededor. Atraían sus comentarios sobre el pueblo, sobre el paisaje, sobre las costumbres del pasado. Al llegar a la cima las vistas hacia cualquier dirección eran increíbles. El valle curvándose hacia al norte. Pletóricos los campos de vegetación: pinos, almendros, naranjos, limoneros, nísperos. En aquel lugar, frente a la puerta de entrada, borrachos de belleza, escucharon de su boca un relato magistral sobre el entierro de un amigo. Al terminar consiguió que todos vivieran con máxima intensidad aquel suceso y se lo agradecieron.

       Continuaron el viaje. Al salir del pueblo hacia Benimantell dejaron a la derecha una finca que lindaba con la carretera, valla de ladrillo encalada, casa grande y señorial, jardines y huertas a su alrededor. Gabriel la miró con pena y comentó que había sido suya en el pasado. La construyó desde los cimientos. Hasta dibujó los planos con ayuda de un arquitecto amigo. Le puso por nombre “Siguenza”.

       Llegaron al final del viaje: Guadalest. El grupo accedió a la plaza de San Gregorio a través del arco de casa Orduño. El aire limpio permitía divisar todo el valle, desde Confrides, en lo más alto, hasta Benidorm, junto al mar. El pantano estaba casi lleno. Gabriel seguía entusiasmado contando historias, anécdotas, recuerdos. Informaba al grupo dando detalles y nombres de lo que preguntaban. Y de pronto todos callaron al escuchar la descripción que hacía del vuelo de unas águilas sobre el valle, lo que veían, sus sensaciones al volar y dejarse arrastrar por las corrientes de aire. Fue una explosión de belleza literaria. Todos aplaudieron.

       Llegaron de vuelta a Alicante. El autobús estacionó en la Plaza de los Luceros y todos bajaron. El viajero quiso despedirse de Gabriel agradeciéndole el haber contribuido tanto al éxito de la excursión. Intercambiaron sus tarjetas y se marcharon.

       En casa, el viajero sacó la tarjeta. En ella se leía: Gabriel Miró (1879-1930)








Joaquín Mª López Hernández

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